Hace
más o menos un año, tuve necesidad de hospitalizarme unos ocho días, debido a una afección de estómago.
Entre
las pruebas a que fui sometido, hubo necesidad de hacerme una endoscopia (ese
tuvo que se introduce al cuerpo por la boca, para observar el interior), y que,
generalmente suele hacerse con anestesia local o con sedación, y algunas veces
con anestesia general.
Pues
bien, no sé por qué razón, a mí me la hicieron sin ningún tipo de anestesia, y,
además, tuve la mala suerte de que la sonda estaba estropeada, y en lo que
deberían haber tardado de diez a quince minutos, tardaron cuarenta la primera
vez, con resultado infructuoso, y quince, media hora después, cuando lo
volvieron a intentar una vez arreglado el aparato. Lo pasé francamente mal.
Relato
esto, porque no se me olvidará nunca el consuelo que sentía durante todo el
proceso, cada vez que la enfermera que ayudaba al doctor que manejaba la sonda,
ponía cariñosamente sus manos sobre mi frente y me daba ánimos con sus palabras
de aliento.
Cuando
todo hubo terminado, la inspiración puso en mi mente el siguiente poema:
Manos de
terciopelo.
Minutos
infinitos de tortura,
mi espíritu sumido en desconsuelo;
busqué a Jesús y estaba allí a mi lado,
mi frente acariciando con ternura.
Manos maravillosas,
manos de terciopelo;
inmerso en la impotencia
fueron sus dulces manos mi consuelo.
Me
había fijado en el nombre que llevaba en una tirilla del bolsillo de su
uniforme “aquel angel”, y, una vez en
casa tras el alta médica, le escribí agradeciéndole su cariño, y encareciéndole
siguiera actuando siempre así.
Genito.
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