El
y yo habíamos nacido el mismo año, y siempre, desde que mi mente recuerda,
fuimos amigos entrañables.
Juan
Pedro, su padre, tenía seis hijos, y como el oficio de sastre no daba para los
ocho de la casa, se vio obligado a emigrar a Barcelona como tantos otros
sileños.
Mi
amigo, que aprendió el oficio de su padre, lo perfeccionó en Cataluña, donde
estuvo trabajando hasta que se trasladó a Palma de Mallorca, para trabajar como
encargado de una importante sastrería.
Se
casó, tuvo dos hijos –una pareja-, vivió bien toda su vida gracias a su trabajo,
y los años que podía volvía a Siles, nuestro pueblo, que no olvidó nunca.
El
destino se llevó a su mujer hace unos años, y un día él decidió dejarse las
islas, ya situados sus hijos, y venirse de nuevo a Siles, que ya no
abandonaría.
Hace
unos dos años, tuvo la suerte de reencontrarse con Blanca, chica amiga de los
años de nuestra juventud. Eran los dos mayores y habían perdido ambos su
compañero anterior; congeniaron y acabaron casándose.
¡Qué
efímera es la felicidad!
Estaban
disfrutando de ella en su nueva etapa, cuando empezó a notarse los primeros síntomas.
Me lo dijo en cuanto nos vimos. No perdió nunca la esperanza de verse curado,
pero me decía: …Y si no tiene remedio ¿qué le vamos a hacer? Asumió con resignación,
en todo momento, lo que pudiera sucederle.
Juanpe:
Yo sé que ahora estás gozando de la presencia de Dios, porque tu actitud a lo
largo de tus setenta y siete años, ha sido la de una persona buena.
Pídele
a El por Blanca y por nosotros, tus amigos que hemos quedado aquí, para que
cuando nos llame encontremos un hueco a tu lado.
Mientras
ese momento llega, no te olvidaremos nunca.
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