El desvencijado tren de madera,
de madera también sus
asientos corridos,
andaba machaconamente,
contagiando a los viajeros su lento
y continuo movimiento.
Enfrente de mí, abrazada por Morfeo,
apoyada su cabeza en la
almohada
de su viejo maletín de
piel,
se encontraba ella,
con la cara más dulce
que mis ojos hubieran visto
nunca.
Un inesperado brusco vaivén
la sacó de su estado
onírico,
y mis ojos, inquietos como
avispas,
automáticamente buscaron
los suyos.
Durante diez segundos –una
eternidad-,
se clavaron recíproca e
insistentemente,
y ya no pude borrarlos.
El pausado viaje hacía monótona la vida;
ella –sus bien cuidadas,
finas, delicadas manos-
jugaba con un precioso anillo,
perla entre las perlas,
del que mi celosa
imaginación
inventaba fantásticas historias
de cómo habría llegado a su poder.
Hasta que rodó por el suelo
e instintivamente fuimos a
cogerlo los dos,
juntando nuestras manos,
y cruzando mi cuerpo
relampagueante escalofrío.
Así comenzó todo. Aquel fue el preludio,
la obertura
de la melodía de nuestra
vida, que hoy,
de nácar nuestras sienes,
seguimos recordando unidas
nuestras manos.
Genito.
¡Qué hermoso!
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