(Tradiciones perdidas)
Como cada tarde después del trabajo, nos reunimos los amigos en “las cuatro esquinas” e iniciamos nuestro recorrido por las calles donde vivían las niñas que nos gustaban. Era nuestra forma habitual de pasar las tardes, y, mientras paseábamos, nos contábamos nuestras cosas, casi siempre relativas a las chicas, que eran en aquellos jóvenes años nuestra única ilusión.
Era la víspera del día de San Juan y aquella iba a ser una noche especial; así que el tema de nuestra conversación se centró concretamente en cómo nos íbamos a organizar para conseguir los ramos de flores que pensábamos colgar de los balcones o ventanas de nuestras muchachas. En nuestras casas no había ni un triste rosal, y nos .las teníamos que ingeniar para conseguir nuestros floridos obsequios.
Con la luna llena por aliada, recorrimos el pueblo y sus alrededores, y con más o menos cuidado –casi todos salimos arañados por las espinas-, cortamos las rosas que encontramos en el primer intento; hicimos recuento de nuestros logros, y como no había bastante para todos, buscamos por otra zona, completando nuestra cosecha.
Con el mayor esmero, preparamos los ramos y nos fuimos a colocarlos. Cuando llegamos a las otras cuatro esquinas –las de la calle Somera-, nos encontramos con otro grupo que se había apañado por otros derroteros, y que se ocupaba en aquel momento de escribir en un papel que iban a pegar a un descomunal hueso, la frase “¡Te quiero hasta el tuétano!”.
Al retirarnos a dormir, a las tres o las cuatro de la mañana, fuimos curioseando lo que en unos sitios y otros había colgado, y vimos hojas de higuera en la ventana de alguna chica alocada; de parra, diciéndole airosa a esta otra; y en lo mas alto de la ventana de un segundo piso, a donde no comprendimos como habían logrado subirse, divisamos aquel hueso que, con gran desilusión, se encontraría al amanecer su joven destinataria.
Nosotros, con un gran sigilo, habíamos ido colgando los ramos en ventanas o balcones. Las mozas no durmieron aquella noche, pendientes del esperado obsequio, que para ellas constituía la prueba evidente de que aquel joven con el que soñaban, les correspondía, pero los ramos amanecerían colgados donde los pusimos, porque a ellas les gustaba que todo el mundo los viese allí.
Genito.