Azabache era su
pelo,
en contraste con su cara,
cara radiante, preciosa,
cara que al sol deslumbraba;
espejo de su familia,
“los herreros de La Plaza”.
Pero aquella
admiración
era una obsesión tirana:
espejo, cárcel de acero
donde vivía encerrada.
Un gitano de gran
porte,
jinete en su jaca blanca,
le tiró tejos un día,
le dijo que le gustaba
y comenzó la tragedia
de un amor sin esperanza,
que maduró en mil rincones
de las noches de Granada.
Egoismo
ennegrecido,
forjado en candente fragua,
les persiguió sin descanso
ávido de infausta hazaña.
La luna, que nos
diría
cuanto los mozos se amaban,
impotente contempló
sobrecogida, asombrada,
serpenteando velozmente
el brillo de una navaja,
que atravesó el corazón
del gitano de la jaca.
Cuenta la gente del
barrio
que en noche de luna clara,
lívida, en charco de sangre
hallaron a la gitana.
La luna, muy
dolorida,
derramó cuantiosas lágrimas.
Genito
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